“Me parece muy difícil hablar de mí, el hablar de mí es muy severo porque soy mucho mejor de lo que parezco”. Me han pedido que comience este relato a partir del momento más difícil o trágico de mi vida, lo cual no me encanta porque cada dificultad la convertí en una oportunidad que, sin duda alguna, siempre culminó en un rotundo éxito, pero bueno, lo intentaré, a ustedes me debo.

¿Cuál fue el hecho que marcó mi vida? Quizás esperan que hable del balazo que Agustín pretendió meterme por un ataque de celos, pero eso sería darle demasiada importancia y protagonismo al cantautor que, además de ser uno de mis esposos, compuso la canción con la que mi México me recordará para siempre. Con eso tiene, no merece lucirse más con mi nombre. Buscando y haciendo una lista de los sucesos que viví como niña y mujer, niña de padres conservadores y mujer divorciada en una época donde hablar recio y dejar al marido era visto como pecado, llegué a una sola conclusión, el momento más doloroso, más fúnebre, donde me sentí vulnerable y derrotada, fue cuando perdí a mi hijo Enrique… Y lo perdí dos veces.

La primera, que fue sólo un suspiro, sucedió por culpa de mi ex esposo, Enrique, tampoco quisiera darle tanto protagonismo ni explicar a detalle mi decisión de dejarlo y huir de un destino que sólo anunciaba sumisión y tristeza. Tomé mis faldas, las últimas que usé por voluntad propia, y me fui a la Ciudad de México, en una mano llevaba a Quique y en la otra una maleta. Poco tiempo tenía yo trabajando de recepcionista en el consultorio de un cirujano plástico, cuando el hombre al que le había prometido amarle en la salud y en la enfermedad, lo cual por supuesto no hice y al parecer era algo que tenía que pagar, me visitó y con engaños se llevó el tesoro más preciado que tenía. Eso sí, no lo dejé así nada más, se lo advertí alto y clarito: “Algún día seré más influyente que tú, y así como tú te lo robaste, así me lo robaré yo”.

La pérdida de Quique “fue un aguijón que llevé clavado en el orgullo durante mis años de anonimato, no me bastaba con ser independiente y bonita, necesitaba alcanzar una posición, los pasos que diera en adelante debían ser audaces pero medidos”. Tenía que ser valiente y a la vez cautelosa. “¿Qué tiene que hacer una mujer abusada? Estudiar, aprender, informarse, ¿de qué?, de todo”.

Me faltaba un largo camino para cumplir mi advertencia, pero desde el momento en que decidí aceptar la propuesta de Fernando, supe que tenía el cielo ganado. “¿Quién le dijo que yo quiero entrar en el cine?”, le respondí. “Si me da la gana, lo haré, pero cuando yo quiera, y será por la puerta grande”. Y así fue.

A lo largo de mi carrera artística, muchas personas me llamaron déspota y exigente, para otras era una diva, pero no se confundan, “diva es algo inventado, pero yo no fui fabricada, la vida me hizo y me hizo posiblemente muy bien”. Me gustaba verme bien, vestir bien, tener los mejores papeles, las mejores joyas, que la cámara se deleitara con mi rostro. ¿Qué esperaban? Para ser la mujer más bella, una debe sentirse la mujer más bella. Y así lo hice y así lo fui. Siempre lo he dicho, “yo no me creo la divina garza, soy la divina garza”.

El Peñón de las Ánimas fue mi entrada por aquella puerta grande, el público se enamoró de mí y del cine mexicano, como era de esperarse, “donde estoy yo, está la suerte”. Doña Bárbara me convirtió en La Doña y en María Félix, y en la mujer con el suficiente poder para traer a mi hijo de vuelta. Mi vida estaba completa. ¿Ya ven? Lo que digo, lo cumplo.

Después fui La mujer de todos, la Devoradora, Una mujer cualquiera y La pasión desnuda. Al otro lado del mundo me convertí en La bella Otero, y regresé a México para ser La estrella vacía, La bandida, y La generala. Entre tanto trabajo y entrega, tuve mis amores, algunos pasajeros, algunos para siempre, seguro ya los conocen, pero este relato no se trata de ellos, sigamos hablando de mí.

Yo no lo temo a la muerte, es más, me atrevo a decir que podría morirme otra vez y no me importaría, pero al recordar aquel día de mayo de 1996 la historia cambia. Un fulminante ataque al corazón me quitó a mi hijo por segunda vez, con él se fue una gran parte de mí. Siempre pensé que como madre me iría primero y le prometí que cuando eso sucediera lo que éramos el uno para el otro, lo seríamos siempre. Después de su muerte tuve que recordar mis propias palabras, ser fuerte y levantarme. “Yo hice un pacto con la vida, de pasarla lo mejor posible y creo que fui dotada para pasarla bien”. Por algo seré siempre María bonita, María del alma.