Cierra tus ojos un instante, ¿te imaginas llegar a ser gobernadora en una época en la que, difícilmente, nuestras voces vibrantes se hacían escuchar, siendo sometidas a la voluntad del hombre ávido de ocultar como objeto invisible nuestras almas creadoras, brindándonos casi nulas y legítimas oportunidades de participar en la política?
1800
En mayo de 1943 tomé un avión rumbo a California para reunirme con Walt Disney, el cineasta reconocido por sus películas animadas que eran la sensación para miles de niños. Yo, una mujer de 53 años, quería verlo para hablarle de negocios. Contarle sobre uno de los proyectos más ambiciosos que jamás hubiese escuchado: utilizar sus cintas para alfabetizar latinoamericanos sin la ayuda de profesores.
Tocaron la puerta, solo quedó tomar mi valor y mi arma. Sabía que había llegado el momento, lo que mi hermano Aquiles me había advertido, que los porfiristas vendrían en cualquier momento por nosotros. Alcancé a mirar por la ventana, eran los federales. ¡Venían por nosotros, no había de otra!
Mandé a fusilar a uno de los hombres de mi tropa. No había de otra: violó a una de las mujeres de mi regimiento. A los demás soldados no les gustó. No están acostumbrados a que “una vieja los dirija”. Ni modo. Bajo mi mando, ninguna mujer será abusada. Si hay infractores, los pasaré por el fusil.
Soñé en convertirme en médica en un tiempo en que nos era negado. No imaginaba las barreras incluso invisibles a las que debía enfrentarme, por ejemplo: no podía titularme porque la escuela sólo se lo permitía a los alumnos. Y en mi época, “alumnos” sólo se refería al género masculino.
¿Quién es esa mujer detrás de Zapata y Villa?, preguntan con interés, pero a la vez con el mayor de los escepticismos las asistentes a la visita literaria guiada “Mujeres y la revolución”*, que se realizó en noviembre de 2018 por el Centro Histórico de la Ciudad de México. Esa mujer que se asoma con desdén en la foto es la estadista y forjadora de las bases ideológicas de la Revolución: Dolores Jiménez y Muro.
¡Es una niña! Apenas recibieron la noticia de mi nacimiento y mis padres ya sabían cuál sería mi suerte: el celibato, si no encontraban el marido adecuado para mi. Mientras tanto crecería enclaustrada en casa, aprendiendo arte.
No me tiembla la mano para escribir en mi defensa ahora que quieren demeritar la labor que hice por mi patria hace ya casi 10 años. ¡Faltaba más! Si no me tembló la voz ni el alma cuando me juzgaron en 1813, días antes de cumplir 24 años, y me jugaba mi libertad, mi fortuna y hasta la vida.